Saint-Just: un revolucionario sólo descansa en la tumba

A Louis Saint-Just le llamaban el ‘arcángel del terror’ por su actuación en la Revolución francesa. Fue guillotinado cuando tenía 26 años.

Un revolucionario nunca descansa

Durante la Convención la Revolución francesa se alzó en tormenta y en la mitad cayó un rayo fulgurante: el arcángel del terror. Era un jovencísimo diputado, alto, guapo, con melena rubia, elegante y de modales cuidados, resultado de los complejos de una aristocracia menor de provincias. Se llamaba Louis Saint-Just.

Pertenecía a ese grupo que habitaba entre el castillo y los campesinos, sin pertenecer a ninguno de los dos grupos sociales. En cuanto pudo, al habitar en una ciudad, se acercó a la pequeña burguesía urbana, buscando amparo y cobijo social. Su familia le mandó a una pequeña universidad de provincias de apenas 150 alumnos, pero con ideas avanzadas para la época y donde sobre todo se impartía una formación clásica en cuanto a ética y moral, sustentada en los personajes mitificados de la Roma republicana y la Grecia clásica.

Saint-Just participa desde muy joven en el mundo de la política en su pueblo y apoya sin fisuras la Revolución. El 14 de julio de 1790, con 23 años, acude en representación de su departamento a la gran fiesta de las federaciones que se celebró en el Campo de Marte en París. Y durante la fuga de la familia real, será uno de los que escoltan su vuelta de Varennes a París.

En 1792, accede a la Convención nacional. Había alcanzado el sueño de su vida, ser diputado en París (por cierto, por el mismo Departamento de Aisne donde fue elegido también Condorcet). Allí se sitúa a la izquierda, junto a la Montaña. Inicia relaciones con Robespierre y pronto se convierte en su mayor defensor.

En la actualidad sus escritos parecen tener un lenguaje grandilocuente, lleno de metáforas y siempre ambiguo. Una y otra vez recuerdan a los clásicos que aprendió en la Universidad. Utiliza conceptos éticos o morales y no logra entrar en lo verdaderamente político. Lo prueba que un término que usa mucho es ‘virtud’. Una vez que cae la monarquía, se derrumba con ella el esquema de Estado constitucional que se funda en el, seguramente, mayor invento político de la Revolución francesa, el descubrimiento de la ‘nación’. Sieyès en su librito ‘¿Qué es el tercer Estado?’ lo define así: «Una ley y representación comunes es lo que constituye una nación». (Qué buena frase para ponerla con letras de bronce en la entrada de Ajuria Enea).

A Saint-Just le cuesta mucho diferenciar soberanía de representación, y representación de Gobierno. El sistema judicial como poder independiente casi desaparece. Tiende a ver la libertad y la soberanía exclusivamente en la base ciudadana directa y afirmará: «Un pueblo solo tiene un enemigo peligroso y ese es su Gobierno», y añadirá: «La soberanía está en las comunas».

Defiende la propiedad y afirma que «es la patria del ciudadano», un concepto muy agrarista que recuerda a la Roma republicana. Pero hay ocasiones que utilizará un lenguaje político claro y sin ambigüedades. La primera es su intervención en la Convención acusando al Rey. Es famosa su frase «No se puede reinar de forma inocente», que plantea con crudeza un dilema que, aún hoy, no tiene solución: no se le puede juzgar como rey porque la Constitución lo ampara con la inviolabilidad, no se le puede juzgar como ciudadano porque no lo es, por la misma Constitución. Solo cabe juzgarlo como enemigo, concluye.

Con el mismo dilema se encontró el Congreso de Diputados que juzgó el 19 de noviembre de 1931 al rey Alfonso XIII. Al final el presidente, que conocía sin duda la triste historia negra de los regicidas de la Revolución francesa, propuso aprobar la proscripción de Alfonso XIII por aclamación. De esa manera no hay una lista de diputados que votaron contra el monarca.

Él y Robespierre son los creadores de la separación entre los actos políticos y los principios defendidos

Acusador público

Con este discurso contra el rey, Saint-Just inicia su trayectoria de acusador público en la Convención, siempre bajo las directrices de Robespierre. El primer diputado juzgado a petición de los girondinos fue Marat, y salió absuelto. Pero los girondinos, con este acto, abrieron la puerta a que la Convención pudiera detener y mandar al Tribunal Revolucionario a otros diputados, inviolables hasta ese momento. Los siguientes en ser juzgados serían ellos mismos, los 21 girondinos guillotinados el 31 de octubre de 1973.

Fue Saint-Just quien presentó la acusación, inventándose una conjura falsa. Fue Saint-Just quien acusó a los Hebertistas, y fue Saint-Just quien acusó a los Dantonistas, inventándose un fraude de la compañía de las Indias orientales.

Fue Saint-Just el gran acusador. El terrible fiscal Fouquier de Tinville solo traducía a lenguaje barriobajero las acusaciones de Saint-Just. Después de su intervención en la Convención los acusados salían ya condenados.

Aunque no podemos encontrar mucha teoría política en Saint-Just, él y Robespierre fueron los autores de una revolución radical de la política, que durante el siglo XX azotaría con fuerza Europa: la de la separación absoluta de los actos políticos y de los principios defendidos. Durante los primeros brotes violentos de la Revolución en 1789, estos actos son definidos por Bailly como «excesos de la libertad». En las matanzas de septiembre de 1792 nadie asumió la autoría, pero con Saint-Just y Robespierre se da comienzo a una nueva forma de violencia: el terror como acto de estado. El terror como herramienta pedagógica de la revolución. No es suficiente matar, hay que hacerlo en nombre de la revolución y en público.

Con la puesta en marcha del terror político para salvar la revolución, Saint-Just deja a un lado todos los principios políticos que defendía sobre la libertad, la soberanía y la representación. Y en esta disociación estriba su mayor aportación revolucionaria. Lo resume en una frase: «Gobierno revolucionario hasta la paz». Fue Saint-Just quien definiría la revolución como un objetivo abstracto autojustificativo. La violencia se ejerce no para defender la libertad, sino para defender la revolución. De esta manera queda exclusivamente en manos del revolucionario cuándo y contra quién ejercerla. En el siglo XX tuvo un aventajado alumno en Lenin.

Dos de los mayores asesinos (Saint-Just y Robespierre) fueron antes de la Revolución francesa enemigos mortales de la pena de muerte. No es una paradoja: quien defiende sus principios con superioridad moral sobre otros tiene derecho a imponerlos, «a obligar a ser libres», había dicho Rousseau.

Y hay otra aportación novedosa en Saint-Just: es el primer militante total, el revolucionario profesional. También en esto Lenin fue discípulo aventajado.

Con el golpe de 9 Thermidor cayeron Robespierre, Saint-Just y los suyos. Casi parece justicia poética que los guillotinados por los thermidorianos, el día 10, fueran veintiuno, el mismo número de girondinos asesinados por ellos.

(El Correo. Territorios. 2021-04-10)

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