Sylvain Bailly, un gran ilustrado francés; Entró en la lucha política por la puerta grande de la presidencia de la Asamblea nacional, y, cuatro años más tarde, salió por la puerta roja del martirio.
La Ilustración guillotinada
Sylvain Bailly tuvo un papel crucial en el juramento que inició la Revolución y fue alcalde de París, pero lo condenaron a muerte en 1793.
Hace más de veinte años, estando en París, un buen amigo, Martín Etxeberria, nos dijo a mi mujer y a mí: hoy os voy a llevar a un restaurante que os va a encantar. Entramos a un comedor alargado que tenía una fila de mesas en cada pared. Todo estaba tapizado de tela roja y en las paredes había medallones con caras de ilustres franceses; era el Procope.
No recuerdo qué comimos, pero sí la sensación de estar en un lugar sagrado: desde las paredes nos miraban Diderot, Condorcet, Voltaire, Robespierre o Franklin. No me acuerdo si estaba el medallón de Bailly, pero supongo que sí. El Procope es la esencia de cómo Francia construye sus propios mitos. Están juntos, sin solución de continuidad, desde Rousseau hasta Napoleón (en una vitrina hay un bicornio suyo). A la víctima le sigue en aparente equilibrio el medallón de su asesino. En la entrada de los baños no pone ‘Hombres’ o ‘Mujeres’, sino ‘Citoyens’ y ‘Citoyennes’.
A veces identificamos como una misma cosa la Ilustración y la Revolución francesa, y, sin embargo, a los ilustrados franceses que participaron en la política no les fue nada bien con la Revolución, especialmente desde la Convención. Esta es la historia de Sylvain Bailly, un ilustrado modélico de Francia. Seguramente la imagen que la mayoría recordamos de Bailly está en un famoso cuadro inacabado de David, el ‘Juramento del Juego de Pelota’. En el centro, de pie, encima de una mesa, se encuentra Bailly leyendo el juramento que inicia la Revolución y fue el primero en firmarlo. Solo uno votó en contra, en el cuadro está abajo a la derecha con los brazos cruzados, abatido. En el centro, en primer plano Robespierre ya apunta maneras.
Sylvain Bailly nació en París en el año 1736, era hijo del guarda de los cuadros del rey. Aunque hizo algunos pinitos en el teatro, pronto se decantó por la astronomía, donde adquiriría un gran predicamento, especialmente en la vertiente histórica. Entró en los templos más famosos de la Ilustración; miembro de la Academia de Ciencias en el año 1763, ya en 1783 ingresó en el sancta sanctórum, la Academia Francesa. Así se relacionó con lo más granado de la Ilustración, especialmente con Laplace, que le ofreció refugio en su casa de Melun en 1793, donde fue arrestado.
Cuenta la anécdota que el día que conoció a Benjamin Franklin (que vivía en París por ser embajador de la República americana naciente), se sentó algo cohibido a su lado y esperó a que éste le hablara. Así aguantaron, en total silencio, una hora. Al levantarse, Franklin le dijo: «Bien, Bailly, bien». Y le dio la mano.
Compitió con otro de los grandes de la Ilustración para el cargo de auxiliar del secretario permanente de la Academia Francesa, pero perdió. Condorcet fue quien se quedó con el puesto.
Una carrera meteórica
El año 1789, cuando se convocan los Estados Generales, entra de lleno en la política. Y entra como un torbellino; elegido representante de su distrito para redactar los ‘Cahiers de doléances’, es nombrado diputado por París para el Tercer Estado, a cuya presidencia accede el 3 de junio. El 17 es elegido primer presidente de la Asamblea nacional y el 15 de julio, al día siguiente de la toma de la Bastilla, es nombrado primer alcalde de París. Es difícil encontrar una carrera tan fulgurante. Entró en la lucha política por la puerta grande de la presidencia de la Asamblea nacional y, cuatro años más tarde, salió por la puerta roja del martirio.
Bailly es de los sabios que odiaban la tiranía por su arbitrariedad, para ellos la libertad era sobre todo la ley, estar todos sujetos a la misma ley. En la toma de posesión de su puesto de alcalde dirá: «La arbitrariedad ha desaparecido, ya no hay más miedo que a la ley». De hecho, nunca dejará de participar del grupo de los ‘Constitucionalistas’, defensores de la legalidad.
Pero hay en la biografía de Bailly una mancha que ni siquiera su colega Arago, que le admiraba tan profundamente, se atrevió a borrar: el fatídico día 17 de julio de 1791. El 20 de junio anterior la familia real huye de París, pero son detenidos en Varennes y devueltos a la capital.
Con esta fuga el rey da fuerza a los partidos republicanos, que abiertamente le piden que abdique para proclamar la República. El 14 de julio presentan la petición en este sentido en la Asamblea nacional, pero ésta no la toma en consideración y ratifica la monarquía constitucional. Dos días después, por la mañana, doce delegados acuden al ayuntamiento a notificar que al día siguiente, 17, domingo, una muchedumbre se va a juntar para firmar una petición en el Campo de Marte. La legalidad vigente ampara el derecho de petición y autoriza la concentración.
Hay gran incertidumbre. La víspera los jacobinos se echaron atrás, y todos los jefes de la Montaña, para que no les hicieran responsables de lo que pudiera ocurrir, salieron el sábado por la noche de pícnic al campo.
Para el mediodía una inmensidad de gente estaba ya sobre el Campo de Marte y comienzan a firmar la petición. Hay muchos nervios por todos lados. La Asamblea nacional requiere a Bailly para que mantenga el orden. La confusión se apodera del ayuntamiento. A primera hora de la tarde Bailly declara el estado de alarma y cuelga la bandera roja en la ventana del consistorio. A continuación, ordena a la Guardia nacional, con el general La Fayette a la cabeza, que acuda al Campo de Marte a disolver la concentración. Él mismo va con a la bandera roja al frente de las tropas.
Al llegar se encuentran con un enorme gentío, hombres, mujeres y niños mezclados de forma pacífica. Algunos alborotadores se ponen nerviosos e insultan a la Guardia, caen algunas piedras y, de repente, suena un disparo de pistola. Bailly ordena la dispersión, La Fayette manda disparar, hay una descarga cerrada y la muchedumbre huye despavorida dejando en el campo muertos y heridos.
Bailly nunca se va a recuperar de esa descarga. En octubre deja el cargo de alcalde y se retira de la política, pero su suerte está echada. En julio de 1793 es detenido en casa de su amigo Laplace. Le conducen a París y comparece ante el Tribunal revolucionario. No tiene ninguna opción, es condenado a muerte, a ser guillotinado en el Campo de Marte en recuerdo de la masacre perpetrada dos años antes. La Fayette cuenta que al oír la sentencia dijo: «Muero por la sesión del Juego de la Pelota, no por el fatal día del Campo de Marte». Con ello quería decir que la derecha monárquica jamás le había perdonado que iniciara la revolución con su juramento. Tal vez tenía razón.
Fotos
Bibliografía
- Arago, François (Author)