Hubo un tiempo en Rusia en el que la poesía fue expulsada de los libros por la censura y los poetas diezmados por fusilamientos, los Gulag y el exilio.
La inmensa mayoría de los poetas del primer tercio del siglo XX simplemente desaparecieron, y surgieron batallones de aduladores del régimen soviético.
Anna de todas las Rusias
Hubo un tiempo en Rusia en el que la poesía fue expulsada de los libros por la censura y los poetas diezmados por fusilamientos, los Gulag y el exilio. La inmensa mayoría de los poetas del primer tercio del siglo XX simplemente desaparecieron, y surgieron batallones de aduladores del régimen soviético.
Los poetas anteriores a la Revolución que lograron sobrevivir eran muy pocos, Pasternak, Grossman,… pero fue Anna Ajmátova la que encarnó en su vida, en su cuerpo y su poesía la historia terrible de la Rusia de los años 1920 a 1960.
Los que resistieron con vida tuvieron dos férreas condenas: la prohibición de publicar y dar conferencias, dejándoles totalmente aislados, y la condena a una pobreza brutal, inhumana. «Creíamos que éramos pobres,/ que no teníamos nada,/ hasta que fuimos perdiendo/ todo, una cosa tras otra.»
Ajmátova, nacida en una familia noble, pronto se incorpora al movimiento artístico de San Petersburgo y se convierte en asidua del local icónico ‘El perro errante’. Era una mujer alta, de porte solemne y presencia imponente, que adquirió gran fama como belleza extraña. El año 1910 viajó a París, donde conoció a Amedeo Modigliani, que le hizo numerosos retratos.
Durante la década de 1910 fue adquiriendo fama de poeta. Tuvo una vida amorosa desordenada y compleja, en esos años, y a lo largo de toda su vida. Y con la Revolución y la posterior Guerra Civil comienza una vida terrible de penurias, represión y miedo.
El año 1921 fusilan a su primer marido, Nikolái Gumiliov. El tercero, Nikolái Punin, murió en los campos de Vorkutá, en 1953, y a su hijo le detuvieron tres veces y pasó 14 años en campos del norte. Ósip Mandelstam, íntimo amigo y también gran poeta, murió en otro campo en el año 1938. Al marido de su íntima amiga Lidia Chukóvskaia le fusilaron el mismo año.
No es que tuviera una vida trágica, ella misma era la tragedia rusa personificada que resistía al totalitarismo soviético. «Me erigí como testigo de un destino común,/ superviviente de ese tiempo, de ese lugar.» Por eso la otra gran poeta, Marina Tsvetáyeva, (su marido también fue fusilado y ella, en la miseria más absoluta del destierro, se suicidó) la llamó ‘Anna de todas las Rusias’.
Le tocó vivir todo, la Revolución, la guerra civil, los años de terror de Stalin durante los treinta y el asedio de Leningrado, al menos la primera parte. «Eran tiempos en los que solo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin».
Ya en el año 1925 le prohibieron publicar. Y surge una nueva modalidad de transmisión de la poesía; los rusos adquirieron una enorme capacidad para memorizar los poemas, y la poesía viajaba de memoria en memoria por toda Rusia.
Le prohibieron publicar sus poemas en fecha tan temprana como 1925
Poesía en la memoria
En reuniones con pequeños grupos de amigos, Ajmátova, terminada la lectura, quemaba el papel en un cenicero, juntando las manos como en una oración. No era una performance sobre lo efímero de la poesía, era la declaración de resistir a toda censura, de mantener oculta en la memoria, la suya y la ajena, la poesía a la que no quería renunciar.
Mucha de la poesía de esa época se conservó así, en la memoria de los amigos y de los amigos de los amigos, que fueron trasmitiendo las palabras por toda Rusia como impresoras ambulantes.
En una situación de extremas penalidades materiales, estos pocos escritores que sobrevivieron se encerraron en una vida interior exclusivamente literaria.
Anna llevaba más 25 años sin ningún contacto con Occidente y para estos escritores exiliados en su propio interior Occidente era el paraíso, no en términos políticos sino literarios. Todos pensaban que Occidente tenía un enorme florecimiento literario que ellos no conocían.
El día 20 de noviembre de 1945 ocurrió un milagro. Un joven diplomático inglés de origen ruso y que de niño vivió cuatro años en San Petersburgo quiso conocerla. Era Isaiah Berlin, el que sería un famoso filósofo liberal.
Quedaron a las tres de la tarde en la habitación de Ajmátova, una pieza de austeridad extrema, con tres sillas, una cómoda de madera, un sofá y, sobre la estufa apagada, el único retrato de Modigliani que había salvado. Ninguno de los dos olvidó jamás ese encuentro.
Ajmátova escribió después: «¿Qué puedo darte como recuerdo?/ ¿Mi sombra? ¿De qué te serviría?/ ¿La dedicatoria de un drama quemado/ del que no quedan ni las cenizas?»
Dice Berlin: «Anna Ajmátova tenía una dignidad inmensa, gestos suaves, una noble cabeza, rasgos hermosos, un tanto severos y una expresión de tristeza. Me incliné -creí que era lo apropiado, pues ella tenía el aspecto y los movimientos de una reina trágica». «Ajmátova habló de su soledad y aislamiento, en lo personal y lo cultural. Después de la guerra, Leningrado solo era para ella un vasto cementerio, la tumba de sus amigos».
Cada uno sentado en una silla en cada esquina de la habitación, hablaron y hablaron, de literatura y de los amigos exiliados de Ajmátova. Hasta que fueron interrumpidos por un joven inglés irresponsable que quería que Berlin le hiciera de traductor para una fruslería. Era el hijo de Churchill, Berlin no podía negarse.
Se ausentó para hacer el trabajo, pero luego volvió y siguieron hablando. Al salir de la habitación, miró el reloj, eran las once de la mañana del día siguiente. Cuenta su amiga de legación que, al llegar al hotel Astoria, se echó en la cama y solo repetía: «Me he enamorado, me he enamorado».
En ese encuentro Ajmátova le recitó el poema ‘Réquiem’. Fue el primer occidental en escucharlo. «En los espantosos años del terror yezoviano me pasé diecisiete meses aguardando en una fila, ante el umbral de la prisión de Leningrado. Cierto día, alguien me identificó en la muchedumbre. Detrás de mí se hallaba una mujer, con los labios azules de frío, que, es claro, nunca antes me había oído llamar por mi nombre. Entonces salió del entumecimiento común y me preguntó en un susurro (allí todo mundo susurraba):
– ¿Puede describir esto?
Le contesté:
– Puedo.
Una especie de sonrisa cruzó fugazmente por lo que alguna vez había sido su rostro».
Fotos
Bibliografía
- Artículo en «Letras Libres» sobre el encuentro entre Ajmatova y Berlin.
- Artículo de Pablo Ney Ferreira sobre Ajmatova y Berlin.
- Artículo sobre Berlin de Michael Ignatieff
- Artículo en Letras Libres sobre Ajmatova